26 de octubre de 2010

La historieta de hoy

Cuando era pequeña, me encantaba el fuego; realmente no sabía en qué consistía, pero era algo que me maravillaba: era brillante, su color era fascinante, su manera de balancearse al compás de un pequeño soplo de aire... Era algo que me tenía totalmente maravillada.

Me quedaba embobada con cualquier llama que veía: la del hornillo de la cocina de mi abuela, que casi siempre estaba en funcionamiento porque en aquellos años mi familia aún era normal y estaba unida, y mi abuela siempre estaba cocinando para alguien (mi madre o mi tío que llegaban de trabajar, mi abuelo y yo que volvíamos cuando me recogía del colegio), la de la estufa de butano que usábamos en el salón para calentarnos en invierno; me encantaba tumbarme delante de ella acurrucada entre los perros de mis abuelos, que eran más amigos míos, y me hacían sentir más segura, que casi cualquier otra persona que me rodease; la llama del mechero cada vez que alguien iba a encender un cigarrillo... Mi fiesta favorita siempre ha sido el Entierro de la Sardina, en la que, en Murcia, tras un desfile lleno de colorines, ruido y juguetes, todo el mundo va a una de las principales plazas de la ciudad, a ver cómo se quema un ninot (odio usar una palabra valenciana para referirme a algo tan típicamente murciano, pero creo que así los foranos entenderán mejor lo que explico) con unas llamas que se elevan hasta donde la vista alcanza. Una vez, siendo una niña que no contaba más de seis años, me escapé de la mano de mi madre y me metí entre la gente hasta quedarme a escasos metros de la figura en llamas, con el consiguiente susto de ella. Tal era mi fascinación por el fuego. Quería tocarlo, sentirlo, hacerlo mío, tener un poco de fuego sólo para mí.

Por eso, mi madre siempre tenía que estar muy pendiente de mis pasos, porque veía mi pequeña obsesión por el fuego y temía que alguna vez me pasara algo. Por eso, nunca me dejaba acercarme demasiado (recuerdo cómo, cuando me escapé, un bombero me tomó en brazos para devolverme a los de mi madre asustada, entre mis gritos y llantos de frustración por no dejarme estar cerca de ese elemento que tanto me atraía), como para alcanzar mi meta de TENER el fuego para mí.

En casa de mis padres había una caja muy bonita, hecha en piel, una caja de fumador; dentro había un compartimento estuche para cigarrillos, otro más pequeño para puros, un hueco para un estuche de cerillas, y otro con el tamaño exacto para un mechero Zippo; todos los compartimentos siempre rellenos con sus correspondientes contenidos, siempre lista la caja para ofrecer un cigarrillo a los invitados de una manera sofisticada.

Un día, mi madre y yo estábamos solas en casa como de costumbre, y una vecina llamó a la puerta y mi madre y ella se pusieron a charlar; yo estaba en el salón, como niña buena que era, quizá viendo la televisión, o quizá leyéndome algún libro de la colección de Premios Planeta de los que me enseñaron a leer con mis tiernos tres años; hasta que en mi inocente cabecita, me percaté de que la conversación entre mi madre y la vecina iba para largo; y entonces tuve una revelación.

La caja.

Siempre mirando con el rabillo del ojo hacia la puerta, bajé del sofá y me acerqué despacito a la caja de fumador; con un suave movimiento, abrí el pasador que cerraba la caja y levanté la tapa: allí estaba todo aquel material, aquel mechero (cuyo mecanismo, con mis cuatro años, se me antojaba harto complicado), y las cerillas. Las cerillas que creaban fuego, ese fuego que yo estaba deseosa de tener.

Saqué el estuchito de cerillas de su compartimento: arranqué una y la froté contra el raspe de la caja, como siempre se lo veía hacer a los mayores; lo hacía con tanta suavidad, por no hacer ruido y alertar a mi madre, que al final la cabeza de la cerilla se volvió negra sin conseguir prender fuego.

Hasta aquí, mi inteligencia llegó como para saber cuál era el fallo, así que me acerqué al televisor y subí un poco el volumen para disimular el (a mi parecer) estruendo que armaría cuando consiguiera encender el fuego, y volví a mi quehacer.

Arranqué otra cerilla, y esta vez sí, froté con toda la fuerza de mis deditos su cabeza contra el raspe: FLOOOSH, y la cerilla prendió. Me quedé quieta, tan quieta, con la mente en blanco, simplemente mirando la llama, allí de pie en medio del salón, admirando su maravilloso color naranja brillante, tan vivo, tan perfecto e incomparable con cualquier otra luz en el mundo... Tan quieta y observándola tanto, que no me di cuenta de que la cerilla se estaba consumiendo, hasta que el fuego alcanzó mis dedos y me quemó.

Aguanté un gemido de dolor (mitad porque mi madre no me oyera, me descubriera y me echara una bronca, y mitad por orgullo personal), y tiré la cerilla consumida dentro de la caja.

A los pocos días, mi madre abrió la caja y encontró una cerilla consumida, y otra entera pero con la cabeza quemada, y no volvió a preocuparse de que me acercase demasiado al fuego cuando ató cabos y relacionó su descubrimiento con las dos pequeñas rojeces que yo tenía en las puntas de mis dedos pulgar e índice.

Yo, tras mi reto conseguido de haber tenido el fuego en mis manos, cerré delicadamente la caja y volví al sofá, aprendiendo algo: si alguien te advierte de que algo podría hacerte daño, por perfecto y maravilloso que a ti te parezca, si luego te hace daño, no te quejes.

O también podríamos resumir esta historia en mi pequeña experiencia personal, literal y vívida del "quien juega con fuego, al final se quema".



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Aunque a día de hoy la verdad es que sigo sintiendo fascinación por las llamas, y gracias a esta cualidad mía de tener las manos cuales témpanos de hielo en invierno, puedo dedicarme a jugar con la llama de mi mechero sin quemarme ni sentir dolor en absoluto, amén de ese extraño "don" que tengo y que hace que nunca me salgan ampollas ni heridas provocadas por el fuego (recuerdo una vez que, por imprudencia, agarré con las manos una plancha de metal que estaba a unos 150 grados, con la única protección de unos guantes de algodón; los guantes, achumarrados; mi encargado, con los huevos de corbata por la carnicería que debía haberme hecho; yo, alucinada al quitarme corriendo los guantes y observar, sin creérmelo del todo, que mis manos estaban sin la más mínima ampolla ni dolor; a veces me siento Claire Bennett).

Hale, hasta más ver.

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